lunes, 24 de febrero de 2014

ABORTO Y LIBERTAD DE CONCIENCIA


ABORTO Y LIBERTAD DE CONCIENCIA

En el debate sobre el aborto suelen distinguirse dos controversias. La primera consiste en discutir si el feto es una persona moral desde la concepción, una criatura con derechos e intereses propios de igual importancia que los de cualquiera otro miembro de la comunidad. La segunda es una cuestión diferente: consiste en saber si el aborto es moralmente incorrecto porque daña el valor, la santidad o inviolabilidad de la vida humana.
Entiendo que el debate en torno al aborto es, en el fondo, del segundo tipo. Es un debate acerca de cómo y por qué la vida humana tiene un valor intrínseco y sobre qué consecuencias se derivan de eso para las decisiones políticas y personales. Y debe ser del segundo tipo por dos razones. En primer lugar, porque el feto inmaduro -en su primera etapa de gestación, por lo menos- carece de vida psíquica y, por tanto, sería incapaz de poseer intereses y derechos, además de que la utilización del concepto “persona moral” es lo suficientemente ambiguo e ineficaz como para ser útil en el debate.
Dicho esto, en realidad, lo imprescindible en el debate sobre el aborto (y esta es la perspectiva de análisis que ha mantenido el filósofo Ronald Dworkin) es encontrar un lugar intermedio, un terreno común -la convivencia en discrepancia- entre posturas conservadoras y liberales que la discusión sobre los derechos o intereses del feto no ofrece. Así pues, si exploramos un poco el valor -la santidad o inviolabilidad- de la vida humana, podemos observar que tanto conservadores como liberales comparten intuitivamente y explícitamente la idea general de que la vida humana posee un valor objetivo e inviolable que hace que el aborto sea considerado por todos como un asunto de especial relevancia y complejidad moral. Esto es: hay algo que une ambas dos posturas, en principio irreconciliables, y es el compromiso con el valor de la vida humana independientemente de que se produzcan desacuerdos sobre la interpretación religiosa o laica de esa idea común.
Por tanto, y dado que las diferencias o desacuerdos reales en torno al aborto son de índole espiritual y afectan a la conciencia de las personas, parece intuitivamente atractivo y jurídicamente fundamentado que un Estado democrático respete la libertad de conciencia y (por consiguiente) de elección en materia de aborto no imponiendo a sus ciudadanos juicios colectivos o uniformes que conciernen a convicciones espirituales.
Llegados a este punto, pienso que el reciente proyecto de ley del aborto no protege este aspecto tan relevante. Es más, lo infringe de una manera solemne. Dada la carencia actual de consenso político sobre el tema del aborto, además de la complejidad de su problemática que reflejan las diferentes posiciones ideológicas que se posicionan a favor y en contra del mismo, junto con la diversidad de creencias seculares o religiosas mantenidas por la ciudadanía (antes comentadas), sería exigible una regulación legal cimentada en unos mínimos consensos que, partiendo de las distintas sensibilidades y enmarcados en un Estado aconfesional como es el nuestro, pueda resolver y afrontar el complejo problema del aborto.
Con otras palabras: dado que tanto la libertad como la igualdad y el pluralismo político son los valores superiores consagrados en nuestra Constitución y, como tales, deben impregnar todo nuestro ordenamiento jurídico, se exige que cualquier regulación en materia de aborto deba articularse a partir del reconocimiento de la libertad de decisión y de la preservación escrupulosa de la libertad de conciencia que garantice la pluralidad de intereses de todas las mujeres.  Y que dicha regulación no se fundamente en los principios morales extraseculares y religiosos que algunos defienden –legítimamente- pero que ni pueden ni deben exigir a los demás ciudadanos.
Artículo publicado en el diario El Progreso el 22 de febrero de 2014 (traducción al castellano del propio autor)

Autor: Elías Pérez Sánchez (Grupo Doxa de Filosofía)